Rafael Felipe Oteriño, la caverna y otros poemas


CRUJIDO

Viejo crujido de la escalera,
me has acompañado hasta aquí.

Cuando, debiendo llegar a tiempo, me demoraba,
trepado a invisibles caballos en el camino.

Y cuántas veces cerraste la puerta al dedo incisivo,
disimulando el metal de las palabras

          con pisadas de gato.

Ahora se mueve enorme tu péndulo:
toca los extremos de lo que no ha llegado aún
          y ya no pesa.

Como el cazador que ve una luz,
          y a esa luz se encamina,
subo y bajo despacio:

hasta que lo más duro de la oscuridad se disuelva.


VISIBLE, INVISIBLE

Miraba a través de las ventanas
y nunca era lo mismo:
el paso de los hombres y los ganados,
las nubes por encima de las cabezas:
todo era distinto cuando lo miraba por segunda vez.

Lo que a la mañana era dardo o trigo o bola de billar,
a la noche era fósforo
y permanecía encendido como el mismo sol.
La propia sombra era una figura desconocida,
recortada en el suelo.

También la lluvia era otra, ¿quién podía reconocerla
por sus largos silbidos?,
¿qué la mantenía unida a la infancia?,
¿qué hizo que fuera consuelo y no abrigo?
¿Qué hay, fuera de foco, entre el presente y el pasado?

La vida toma de la vida su insistencia.
Todavía aturdida por la oscuridad,
no cesa de sustituir lo visible por lo invisible,
y de dar a lo invisible
forma de pájaro, de pez, de lirio joven: de rostro.



LA CAVERNA


Tiene la sustancia del mundo: la oscuridad.
Una boca por entero abierta,
silencios de gigante que no se entienden.
El viento ha arrojado allí unas pocas palabras
          y las repite,
pero no son más que palabras, pues no regresan.

Yo permanezco a su lado: del lado del fuego.
Custodio la entrada y me observo
recortado en la sombra (no soy más que sombra).
Tengo la sustancia de los hombres:
curiosidad y entrega, orgullo y obstinación.


NOMEOLVIDES

Acostumbro
a recoger para ellos nomeolvides,
pequeñas flores de octubre
que se prenden a la solapa
como abrojos.
En la piedra no hay nada
que las sujete:
ni el pocillo con agua
donde las sumerjo,
y que de ordinario se seca
tras mis pasos.

Tal vez sea mejor así:
que duren el instante de llevarlas,
apenas la decisión
de ponerlas junto a unos nombres
que sólo yo
deletreo hasta el final.
Sí, tal vez lo importante
sea sólo eso:
que mantenga la promesa
de llenar los vasos
y no derramar el agua.


ESA VEZ, PLATÓN

Esa vez, Platón se equivocó: los poetas
no devuelven imágenes repetidas,
no conspiran contra la fidelidad de los espejos.
Hacen que el árbol de la razón
parezca enano. Que los espejos devuelvan
nuestro verdadero rostro deformado.
Tal cual es: con ojos hundidos
y una luz brevísima que irrumpe y desaparece.
Los poetas rescatan la moneda
que se perdió en el fondo del lago,
la gota que sin cesar perfora la piedra,
y eso también concierne a la República.


EN MEMORIA DE RAÚL GUSTAVO AGUIRRE

Sus últimos poemas iban directos al blanco,
palabras urgentes, como centellas,
de quien ha visto todo y no oculta nada.
Los leímos sin saber que se despedía
del día y del verano, del optimismo de Bach
y de la primavera orgullosa de Mozart,
a quienes amaba sin explicar,
porque sabía que las invenciones de Dios
no se explican. Hay uno, Cierras la puerta,
en el que los límites de la casa
son los límites del mundo, y en ella caben
el miedo y el error, la cumbre y el suelo
movedizo donde todo confluye.
En otro, Preguntas, se retrata a sí mismo
desesperado, tartamudo, aterrado;
confiesa haber perdido las señas y murmura
que no tiene camino ni memoria.
Y hay otro: final, escrito desde muy lejos,
en el que nos habla de una claridad
que se confunde con la claridad.
Pese a ser hija del lenguaje, la poesía
vela para que el lenguaje no pese.
Me despedí de él en una estación de trenes;
memorizo sus palabras, pero debo luchar
contra el tiempo, que me las arrebata,
las usa y las devuelve sin cesar a la vida.
La estrella fugaz se titula ese poema.


ESA CIUDAD

Esa ciudad se apaga cuando me duermo:
los ventanales no reflejan el sol,
los semáforos dejan libre el paso de los autos,
las sombras vacilan unos segundos,
atraviesan una puerta y desaparecen;
sobre el mantel, el crucigrama está resuelto,
una mano dobla las páginas del diario.

Nada de lo habitual permanece en pie:
los tranvías giran veloces,
se enturbia el agua de los jardines,
un velo de ceniza se extiende sobre las plazas,
cubriendo el lago, los botes y los remos;
los verdes del bosque desaparecen.

Arrebatados por una nube,
quedan más solos los animales del zoológico;
se ausentan, de pie, las estatuas,
mientras un viento repentino dispersa los colores
y borra, ya sin luz, los cables del teléfono
y el borde cansado de las cosas.

Pero, ay, todavía queda algo que no he dicho:
esa ciudad continúa dentro del sueño. 


ARTES

Primero, el arte de ser derrotado;
luego, el arte de conversar a solas;
más tarde, la serena indiferencia;
por último, el arte de no ver nada
aún viéndolo todo.

Cuánto tuvo que aprender esta cabeza
para ser calva, enteramente calva
─por dentro y por fuera─,
en el camino de una nube
que se aproxima despacio.


En: “Todas las mañanas”, Ediciones Del Copista, 2010.


LA POESÍA

La poesía
no es
croar de ranas
en un estanque vacío
un amanecer de invierno.

Tampoco es
laboriosa
carta de amor
escrita
en nuestra memoria.

Es invención
de reglas:
una suspensión
entre emoción
e ideas.

El rítmico abrazo
–el beso–
de palabras
recogidas
en la calle.

O, cuanto menos,
“occasioni”:
barquillo de papel
que debes conducir
a un puerto seguro.

Pues,
salvo la Musa,
¿quién puede decir
que esto
es un poema?

Cuando, en verdad,
no hay reglas;
cuando cada poema
crea sus propias
reglas.

Y cada poema
destruye
esas reglas.
Cada poema
es un sacrificio


En: “Lengua madre”, Nuevohacer Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1995.

Rafael Felipe Oteriño (La Plata, 1945).

Foto: Rafael Felipe Oteriño, Marta Miranda y José María Pallaoro. 
La Plata, presentación Naranjos de fascinante música, 
circa 2003. Archivo de la talita dorada.

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